Resumen:
Los relatos de los primeros tiempos, asumiendo que el tiempo haya
tenido un inicio, suelen partir contando que en el principio era el caos.
La evolución es así concebida como el tránsito del caos al orden, vinculado
con una búsqueda de lo absoluto, de lo permanente, del conocimiento
de las leyes que determinan tanto el cosmos como nuestros
propios universos personales.
En este recorrido hemos mirado de soslayo lo contingente, por vincularlo
con lo anecdótico o intrascendente, reconociendo al azar credenciales
apenas suficientes para llegar hasta las páginas del horóscopo
o, a lo más, para anunciar los últimos resultados de la lotería.
A partir del descubrimiento de las leyes y coordenadas que rigen el
Universo —pensábamos—, podríamos no solo conocer mejor nuestro pasado
y comprender el presente, sino también predecir el futuro. Así, diseñamos
la ciencia como un cúmulo de verdades para descifrar las leyes
exactas que rigen las cosas, haciendo de la predictibilidad un elemento
indispensable del conocimiento científico (característica que demandamos
incluso del propio sistema de administración de justicia).
Concebimos la idea de los números reales, del círculo, del cuadrado,
del triángulo, etcétera, a partir de las cuales pretendimos comprender
físicamente el mundo, entregándonos devotamente a las perfectas formas
de una geometría armoniosa.
Sin embargo, de pronto, en un momento crucial de la historia, nos
empezamos a dar cuenta de que las leyes de la naturaleza eran relativas
y que el mundo no estaba conformado por aquellas figuras ideales:
capaces de medir figuras abstractas, no habíamos podido determinar siquiera la dimensión de la pequeña hoja de un árbol. Por otro lado,
empezamos a advertir, no sin cierta frustración, que la ciencia, sin desconocer
su vocación por la verdad, avanza más por los errores que
encuentra que por las verdades que descubre, y que no existen verdades
absolutas sino aproximaciones a la verdad.