Resumen:
Película a película, Bergman sigue destilando su amargura existencial y trascendente. Pero cada vez adquiere una dimensión más carnal y desesperada. Desde La prisión (1948), hemos podido asistir a la manifestación oscilante de un universo obsesivo bajo formas igualmente insidiosas y perturbadoras. Pero es, tal vez, con El silencio (1963) con la que Gritos y susurros (1973) mantiene vinculaciones más estrechas y definitorias.